
¿Por cuánto tiempo más podría continuar corriendo? Cualquier persona normal hubiese caído desmayada al llegar a la ciudad. Pero él no; él no era especial, pero la desesperación de saber que eran sus últimas horas de vida, lo aceleraban. Ya no importaba nada: adiós a sus sueños, a su trabajo, a su amor... a su corta vida. En lugares como estos no se podía hacer sólo una cosa: hablar; y ese fue su gran error. La gran familia se encontraba tras él, y traían consigo la sed de venganza.
Llegando a la muralla de entrada a la ciudad, robó una bicicleta de un vendedor ambulante y pedaleó hasta las calles que se cruzaban entre la maraña de vendedores. La noche terminaba de caer en Florencia; las luces altas de decenas de autos negros, largos y estilizados, mostraban a través de los oscuros vidrios los contornos de los grandes y obesos jefes. El clima se ponía tenso, el aire aumentaba su densidad a medida que el cuerpo de Víctor nos resistía el cansancio. Y caía. Sumido en sus pensamientos, asumía que ya no iba a tener ese rostro, por el cual dejó todo, entre sus manos otra vez. Ni que el sabor de una victoria nueva se roce por su garganta. La moneda estaba echada: los grandes señores con sus poderosos bastones señalaban su silueta.
Amarrada, por uno de ellos que esbozaba una gran sonrisa, estaba ella; la hermosa dama, el premio. ¿Qué iba a saber Víctor sobre el pasado de esa mujer? O peor aún, sobre el presente de la enigmática doncella. Hay amores que matan, y no era algo literal -ni evitable- para Víctor.
Pero la inteligencia humana combinada con un matiz justo de maldad, hace cambiar los rumbos naturales establecidos. Víctor sintió que todo transcurría en cámara lenta: el captor arrojó al suelo bruscamente a la dama, que se lastimó las manos hasta el punto de sangrar, como atestiguaba el empedrado. Ella se arrodillaba mientras miles de lágrimas se asomaban en sus tan suaves y esculturales mejillas. Víctor estaba perplejo, y no podía siquiera emitir sonido alguno ahora, que ella estaba postrada en el suelo mientras que una sola mortal herida de bala hacía florecer su brillante sangre. Así, se marcharon los hombres; con grandes sonrisas y el gesto victorioso por el trabajo perfecto: el estorbo que la mujer podía suponer, reposaba en plena calle y mirando el cielo sin mirar, y Víctor...¿Quién sabe de Víctor ahora?